PRE-BORRADOR DE PONENCIA
POLÍTICA
“La crisis del régimen de 1978, Podemos y la
posibilidad del cambio político en España”
1.
Contexto:
crisis de régimen, ofensiva oligárquica y ventana de oportunidad.
El Estado español está atravesando una crisis que va más
allá de la deslegitimación de sus élites políticas y que afecta a componentes
centrales del sistema político y la institucionalidad, de la articulación
territorial del Estado, del modelo de desarrollo y el equilibrio entre grupos sociales
bajo la primacía de los sectores dominantes. A esta crisis algunos la venimos
llamando desde hace años la crisis del régimen de 1978, para dar cuenta de una
situación de agotamiento orgánico que, últimamente y de forma acentuada, se
expresa de forma acelerada en una descomposición política y moral de las élites
tradicionales, con la corrupción –que era el elemento engrasante del encaje
político y económico del bloque dominante- como punta de lanza de su
desprestigio junto con los ataques al Estado de Bienestar y a los derechos (laborales,
sociales y políticos) adquiridos.
El
movimiento 15M, junto con el ciclo de luchas que inaugura, contribuyó a
articular una parte de las insatisfacciones que hasta ese momento estaban
huérfanas o se vivían en forma aislada y despolitizada. Ayudó así decisivamente
a introducir en el sentido común de época elementos impugnatorios del orden
existente y que señalaban a las élites como responsables, agrupándolas
simbólicamente y colapsando parcialmente, el juego de diferencias en el que descansa
el pluralismo y la oxigenación del régimen. El 15M avejentó a las élites y a
las narrativas oficiales, poniendo en evidencia el agotamiento de sus
consensos, de sus certezas, de los marcos con los que se distribuían las
posiciones y se explicaba el rol de cada cual en el contrato social o se
canalizaban las demandas ciudadanas. Con todo, esta acumulación de pequeñas
transformaciones culturales no afectó por igual en todo el país ni alteró los
equilibrios de fuerza electorales e institucionales.
El PP fue
inicialmente el gran beneficiado de un terremoto que sacudió fundamentalmente a
los votantes de la izquierda y que, paradójicamente, situó a las fuerzas
conservadoras a la defensiva y alerta, pero permitió al PP una mayoría absoluta
pese a recibir menos votos que los
obtenidos por el PSOE en las elecciones de 2008. El 15M,
al mismo tiempo, debilitaba la autorización electoral: ganar unas elecciones ya
no era el único elemento de legitimación política, y desde luego no constituye
ya un cheque en blanco. Pero la desafección se ha producido sobre un terreno
social y cultural fragmentado por 30 años de neoliberalismo, con las identidades
colectivas -la de clase en primer lugar, pero también las narrativas
ideológicas tradicionales- en retroceso e incapaces de servir de superficie de
inscripción para articular todos los diferentes descontentos con el statu quo.
Uno de los retos a los que se enfrenta Podemos es ser capaz de articular esos
descontentos y sus identidades.
Mientras que
en la calle aumentaban las voces de protesta en lo que ha sido todo un ciclo de
movilizaciones de distintos tipos (sociales, políticas, laborales, etc.) en las
instituciones el partido de la derecha acumulaba un poder inédito, en el que se
apoyó para lanzar un duro y ambicioso proyecto de reforma oligárquica del
Estado. El centroizquierda del PSOE, con un notable bloqueo de su imaginación
política, apenas dijo nada que le permitiese conectar con el nuevo clima.
Estaba, además, firmemente comprometido con el sostenimiento del statu quo y el
programa de ajuste impuesto por la Troika, que le llevó a aceptar un rol
subalterno con respecto al PP que no ha dejado de pasarle factura en las urnas
desde entonces. IU, vinculada generacional y culturalmente al orden de 1978, ha
tenido en general- y salvo honrosas excepciones principalmente provenientes de
las bases- reacciones tímidas y conservadoras, que confiaban en estarse
moviendo en los mismos parámetros de antes de la crisis orgánica y en recoger
en forma paulatina y progresiva los apoyos que iba perdiendo el PSOE, desde su autoubicación
a su “izquierda”.
En medio de
la crisis política, las fuerzas de izquierda nacionalista han analizado, en
todo el Estado, y en particular en Catalunya, que este es el momento preciso
para aparecer en la movilización soberanista. Lo han hecho, en general,
confiando en la unilateralidad, una estrategia muy rentable en el corto plazo
electoral pero que puede abocarles ahora a un callejón de muy difícil salida,
como podríamos ver con motivo de la consulta en Catalunya el 9 de noviembre. La
cuestión general constituyente reaparecería así en toda su complejidad y plurinacionalidad.
Las hipótesis movimientistas y de gran parte de la extrema izquierda, instaladas
en un cierto mecanicismo por el que “lo social” ha de preceder siempre a “lo
político”, se han demostrado incorrectas para romper la impotencia de la espera
y proponer pasos concretos más allá de la movilización.
Todo esto ha
sucedido mientras los sectores dominantes desplegaban una amplia y profunda ofensiva
sobre el pacto social y político de 1978. Esta ofensiva deconstituyente busca
dejar sin sentido o sin vigencia las partes más progresistas del acuerdo
constitucional, marchar sobre los contrapesos populares o democráticos en los
equilibrios del Estado y abrir una redistribución regresiva del poder y la
renta, aún más en favor de la minoría dominante. Seguramente la disyuntiva
política estratégica hoy está entre restauración oligárquica o apertura
democráticoplebeya, posiblemente en un sentido constituyente.
Por tanto,
los análisis excesivamente optimistas con respecto a la crisis orgánica del
régimen de 1978 deben ser compensados al menos con dos aseveraciones:
1) Esta crisis se produce en el marco de un Estado del
Norte, integrado en la Unión Europea y la OTAN, que no ha visto mermada su
capacidad de ordenar el territorio y monopolizar la violencia; de ordenar los
comportamientos y producir certeza y hábitos; que no vive importantes fisuras
en sus aparatos y que no parece que vaya a sucumbir por acometidas de
movilización social más o menos disruptiva. Esto imposibilita tanto las
hipótesis insurreccionales como las de construcción de contrapoderes “por
fuera” de la estatalidad.
2) La crisis política puede tener mucha menor duración que
la económica: no tenemos todo el tiempo del mundo. Una buena parte de la
contestación social hoy existente deriva de una “crisis de expectativas” que ya
no se repetirá para las siguientes generaciones, sobre las que hace mella el
efecto domesticador del miedo y el empobrecimiento, con una exclusión social
que ya amenaza a un tercio de la población y que podría estabilizarse en esos
umbrales. Al mismo tiempo, el exilio y la destrucción de los nichos sociales y
profesionales de los que se nutre la contestación (tercer sector y ONGs,
universidad, funcionariado, sindicalismo,etc.) es un torpedo contra la línea de
flotación material de la militancia de la izquierda. Tras una serie de ajustes que
sean además vividos como una victoria política de alto contenido simbólico
sobre las clases subalternas, la oligarquía puede estabilizar un país ya
disciplinado que asuma como normal el empobrecimiento y exclusión de amplias
capas sociales y determinados estrechamientos en las posibilidades
democráticas. Los ejemplos estadounidense e inglés tras Margaret Thatcher nos tienen
que servir de alerta: el neoliberalismo destruye pero, sobre la derrota de las
clases populares, también construye nuevos órdenes y acuerdos. Si la crisis
económica parece que tendrá un largo recorrido, la ventana de oportunidad
abierta puede cerrarse mucho antes si se consuma la ofensiva oligárquica con un
cierto reposicionamiento subordinado de un PSOE algo oxigenado y si las élites
proceden a una restauración por arriba que asuma la parte más
inofensiva de las demandas ciudadanas que hoy no tienen
cabida en el orden de 1978 y el rol semicolonial en la Unión Europea.
2.
Las
elecciones del 25 de mayo de 2014 y el nuevo escenario político.
Las
elecciones europeas del 25 de mayo de 2014 no fueron unos comicios más, sino
que supusieron un pequeño terremoto en el escenario político que mostró algunos
de sus precarios equilibrios y lo endeble de posiciones que parecían muy
asentadas.
El dato más
relevante es que el Partido Popular, que perdió 2,6 millones de votos, y el
Partido Socialista Obrero Español, que perdió 2,5, juntos apenas alcanzaron el
49% del sufragio. No es sólo que “perdiesen” las elecciones por primera vez en
la historia de nuestro sistema de partidos (cuando en las elecciones europeas
de 2009 sumaron juntos el 81% del voto), sino, más importante, que se rompió el
juego de vasos comunicantes por el cual lo que pierde el primer partido de la
alternancia lo recibe el otro, en un movimiento que oxigena la pluralidad
interna al tiempo que cierra la puerta a la alternativa y salvaguarda los
consensos sistémicos que comparten los dos partidos dinásticos.
El elemento
fundamental de esta erosión de los principales partidos del régimen –que no
todos, no hay que confundir régimen con bipartidismo como hacen otros- es el
desgaste y la crisis del PSOE. El Partido Socialista ha sido (tras el papel
inicial del PCE y CCOO) el artífice de la integración de las clases subalternas
al Estado de 1978 (y por tanto también de las conquistas sociales subordinadas
en éste) y pieza clave, después, en su incorporación al pacto social neoliberal.
Es quien cierra el espacio político “por la izquierda” y es su crisis la que
abre las oportunidades políticas para una nueva mayoría. Si se recompusiera
siquiera parcialmente de su desprestigio y sus problemas internos, y postulase
un nuevo líder con pocos vínculos simbólicos con el pasado, podría recuperar
parte del espacio perdido y estrechar así las opciones para una fuerza de
ruptura democrática, relativamente transversal dentro del discurso de unidad
popular y ciudadana.
La otra
amenaza para la expansión de la ruptura sería que el Gobierno pudiese presentar
tímidas “evidencias” de que las medidas de ajuste nos han hecho pasar ya lo más
duro y que se avecina la recuperación. Por lenta y remota que sea, la narrativa
de que se han hecho los deberes más duros y ahora se avecina el tiempo de la
cosecha del esfuerzo, es muy peligrosa por la reoxigenación.
Junto con
esa ruptura del movimiento de vasos comunicantes, se ha rasgado el mito de la imposibilidad
de una mayoría que no pase por el PP y el PSOE, y por tanto de la necesidad de colocarse
a uno de sus costados ideológicos. Las elecciones del 25M han mostrado que hay posibilidades
de una nueva mayoría, y esa grieta en el imaginario del orden permite avanzar
las hipótesis más arriesgadas y audaces, que ya no parecen imposibles para la
sociedad.
Podemos, con
sus 1.245.000 votos y su 8% a nivel estatal, ha irrumpido como una fuerza política
con mucha mayor fuerza de la que reflejan los números. No es exagerado decir
que estamos hoy en el centro del debate político español: somos el objeto
prioritario de los ataques del PP, del PSOE y del oligopolio mediático. La
casta se ha mostrado claramente a la defensiva, usando nuestras palabras y
corriendo a justificarse, a insultarnos o a vestirse con ropajes nuevos. Los
creadores de opinión del régimen están envueltos en una masiva operación de reenmarcado
que sitúe la discusión pública no sobre los problemas de España sino sobre situaciones
o actores de otro tiempo o que están a miles de kilómetros de distancia; al
mismo tiempo, intentan que Podemos no hable más que para defenderse, que se
discuta no de lo que dice Podemos sino sobre la “polémica” contínua en torno a
Podemos, que más allá de su veracidad genere un efecto de ruido y alejamiento,
así como de encasillamiento en una posición simbólica de “extrema izquierda”,
ignorando la diversidad de sus votantes y simpatizantes.
Podemos ha
tenido dificultades hasta ahora burlando esta maniobra de cerco con la que la casta
pretende volver a las certezas de antes de la crisis política, pero los
principales portavoces de esta ofensiva no tienen hoy el prestigio ni el
crédito de antes de la crisis orgánica, lo que lastra su labor y abre la posibilidad
de una reacción boomerang entre sectores muy diversos. Lo desmesurado de los ataques también ha ilustrado a ojos
de mucha gente el miedo que Podemos ha despertado en los sectores más
conservadores del régimen del 78.
Con todo, los resultados del 25M y su impacto en el
escenario político español demuestran la validez de la hipótesis de la unidad
popular: pese a nuestra fragilidad organizativa -comprensible para una fuerza
recién nacida-, hemos abierto una grieta que hoy ha acelerado el tiempo político
español, ha sacudido los viejos equilibrios, ha provocado dimisiones y prisas
en la recomposición y ha mostrado un posible camino para construir una mayoría
política de cambio en un sentido popular en España. Nuestro reto ahora es estar
a la altura de la inmensa ola de expectativas y esperanzas que hemos generado.
Porque el momento actual presenta diferentes elementos que constituyen una
oportunidad política difícilmente mejorable en un contexto no revolucionario:
relativa debilidad política del gobierno, ausencia de indicadores positivos
–siquiera sea parciales- con los que renovar la confianza en el ajuste, crisis
del principal partido de la alternancia en el turnismo, expansión del
descontento, espiral ascendente de ilusión popular por la posibilidad del
cambio, que principalmente cristaliza en Podemos, y falta de elementos
culturales y simbólicos con los que las élites viejas puedan relanzar algún relato
para recuperar parte de la confianza y el prestigio perdido.
En un
contexto de aguda deslegitimación del conjunto del entramado político e
institucional del régimen -que no deja de dar muestras de podredumbre, si bien
hasta ahora controlada- Podemos aparece como una fuerza outsider,
sin hipotecas (de ahí el esfuerzo de los medios del régimen por fabricar una
“mochila ideológica” extremista) y en la mejor posición para cosechar el
desprestigio del establishment. Esa posición, que nos convierte en un claro referente de
la dicotomía “nuevo/viejo” (de las formas participadas y con protagonismo
ciudadana y popular frente a las viejas formas de política de élites y
despachos), será incompatible con el menor caso de corrupción y es hasta cierto
punto difícil de mantener en el tiempo cuando nuestra política no sea sólo de
construcción de voluntad de cambio sino que se enrede en la gestión, sus
necesarias transacciones y compromisos, en un momento de estrechamiento de la autonomía
de las instituciones subnacionales frente al plan de ajuste.
Por decirlo
en forma directa: el momento es ahora, antes de que los grandes actores y el entramado
mediático-financiero y de los aparatos del Estado recompongan parte de la legitimidad
perdida al tiempo que despliegan una campaña articulada y previsiblemente
brutal contra Podemos. El momento es ahora, también, porque en un Estado
moderno con una sociedad civil articulada –y en nuestro caso fuertemente
hegemonizada por la derecha- el mero paso del tiempo nos desgasta y nos asienta
como un actor más en un sistema de partidos en recomposición, abocándonos a una
estrategia de lento crecimiento en un escenario ya estabilizado, en el que
sería difícil competir con los partidos políticos grandes que representan a los
poderes dominantes. Es ahora, en el momento de la descomposición, cuando
Podemos puede ser una palanca que subvierta las posiciones dadas, hoy más bien
flotantes y frágiles los equilibrios e identificaciones, y llegue al Gobierno
postulando un discurso de excepción para una situación de excepción: todo se
cae, lo viejo ha perdido la confianza y la vergüenza, que se vayan todos, hace
falta un gobierno nuevo al servicio de la gente; Podemos es esa fuerza, por capacidad,
honestidad y voluntad. Esta maniobra puede no darse de inmediato ni en
solitario, pero es el tipo de orientación, estilo y perspectiva que nos puede
permitir ganar. A ella habría que adaptar el tipo de organización, la política
de alianzas y el marco estratégico en el que inscribamos las diferentes
iniciativas políticas.
Desde este
marco de análisis podemos situar con mejor perspectiva el necesario y crucial debate
en torno a las tareas y desafíos que tiene que afrontar Podemos en este ciclo
político acelerado y sin duda decisivo. Pensar los siguientes pasos a dar,
tanto en los niveles institucionales: elecciones municipales, autonómicas y
generales; como organizativos: qué organización a la altura de este presente y
sus desafíos, qué herramienta para sumar, articular y conformar una nueva
mayoría con voluntad y capacidad de poder político.
Tenemos por
delante un año y medio que va a ser decisivo en la historia de nuestro país.
Por el propio calendario y el desarrollo de la crisis política, lo electoral
está y va a estar en el centro de la disputa política en este ciclo acelerado,
aunque no es el único terreno político. Podemos tendrá que dotarse de herramientas
que le permitan librar esas contiendas con eficacia. La prioridad en lo
organizativo que se deriva de un análisis y unos retos como los aquí esbozados,
es por tanto la de construir en primer lugar una máquina política, discursiva y
electoral -que no se limita a la estructura de Podemos y que irradia ya a otros
actores- que esté en disposición de aprovechar la ventana de oportunidad de la
crisis del régimen de 1978, en un contexto de enorme hostigamiento y maniobras
de distracción o de estigmatización, en el mejor de los casos, y de destrucción
política en el extremo. Tenemos ante nosotros la posibilidad y la responsabilidad
de contribuir decisivamente a la construcción de una voluntad popular nueva para
el cambio político en favor de las mayorías sociales.
Podemos,
claro que Podemos.
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